Cuando en 1925
el microbiólogo francés Maurice Lemoigne descubría el
primer polihidroxialcanoato (PHA, seguramente no podía
imaginar que, muchas décadas después, se pensaría en
utilizar a estos polímeros de carbono en la fabricación
de plásticos biodegradables. Es que hoy es un hecho que
las reservas de petróleo se agotan y que su precio
aumenta, y que la contaminación ambiental debida a los
residuos plásticos alcanza niveles preocupantes.
A mediados de los años 80 un
grupo de científicos logró aislar de la bacteria
Ralstonia eutropha el gen responsable de la
elaboración de PHA que dirige la conversión de azúcar en
polímero. Años más tarde, unos científicos de la
Universidad de Michigan, en colaboración con científicos
de la Universidad James Madison, iniciaron la
modificación genética de la planta Arabidopsis
thaliana, a la que insertaron el gen aislado de la
bacteria con la finalidad de que produjera el polímero.
El resultado no fue tan alentador, ya que la planta
produjo un PHA frágil y quebradizo. Actualmente, algunas
empresas estadounidenses realizan investigaciones con el
fin de producir
plásticos en otras plantas como la patata, el frijol, el
maíz.
En este
contexto, científicos de diferentes partes del mundo
corren una carrera contra reloj para resolver el
problema que detiene la fabricación a escala industrial
de estos polímeros biodegradables: sus altos costos de
producción.
Los
Laboratorios trabajan desde hace
años en el diseño de nuevas cepas productoras, y en la
optimización de las estrategias de cultivo, para la
producción de polihidroxibutirato (PHB), un tipo de
polihidroxialcanoato.
Si bien el PHB es producido en la
naturaleza por un sinnúmero de microorganismos, el
conocimiento que se tiene de esos microbios es escaso,
si se lo compara con lo que hoy se sabe de una bacteria
de uso habitual en investigación: la
Escherichia coli (E.coli).
Pero
este microbio no sintetiza PHB
naturalmente. Por ello, los científicos
aislaron del microorganismo Azotobacter (un
productor natural de PHB) los genes que codifican para
la producción del polímero, y los insertaron en un
plásmido (una molécula de ADN que sirve para introducir
genes en las células), que luego transfirieron a la
E. coli.
Actualmente,
mediante técnicas de ingeniería genética, los
investigadores insertan en el plásmido los genes
responsables de la producción de PHB en ubicaciones
cambiantes y con orientaciones diversas, para obtener
diferentes cepas de E. coli.
A su vez, en
cada nueva cepa que logran crear, ensayan la capacidad
de producción de PHB variando la fuente de carbono y las
condiciones de cultivo.
Finalmente,
este incesante proceso de prueba y error ha dado sus
frutos. Por un lado, los investigadores han aumentado la
escala del proceso de producción.
Por otro lado,
han conseguido que las cepas obtenidas por ingeniería
genética se “alimenten” de lactosuero (un residuo de la
industria de la leche). Esto no solo es provechoso para
el cuidado del medio ambiente, sino que conlleva un
doble beneficio para las empresas lácteas: se le da
valor socioeconómico a un desecho, y se evitan los
costos de su procesamiento previo a la liberación al
ambiente.